
A finales de agosto de 1978, el belga André van der Wherte, de veintidós años de edad, se disponía a regresar al hotel donde estaba alojado en Playa de Aro (Gerona, España), localidad de la Costa Brava. Había pasado el día en Tossa de Mar, otro lugar de veraneo Cercano; había disfrutado del sol y del mar en una pequeña cala, y en un momento dado creyó oportuno reunirse con sus padres que se habían quedado en Playa de Aro. Su automóvil estaba estacionado a la entrada del pueblo, cerca de la carretera que conduce a Palamós. Caminó unos minutos hasta llegar allí, y enfiló la mencionada carretera.
Comenzaron hablando del tiempo, del mar, del contrabando, de las curvas de la carretera, y la joven, que parecía conocerla muy bien, puso en guardia a André sobre su extrema peligrosidad. El coche iba a más de 80 km/h, y ella consideraba que era una velocidad demasiado alta. Acababa de explicarle que hacía muchos años había sido víctima de un accidente en una de las curvas más peligrosas de aquel mismo recorrido, cuando, de repente, se calló. André estaba concentrado en la carretera y tardó unos segundos en observar que la mochilera ya no se hallaba en el coche.
Se detuvo y bajó. La estuvo buscando, pero no logró encontrar ni rastro de la misteriosa joven. No había oído que la puerta se abriera, y cuando paró el coche se dio cuenta de que estaba bien cerrada. Inquieto y nervioso, volvió a Tossa de Mar para dar parte a la Guardia Civil de lo que le había ocurrido, pero el sargento de guardia le dijo que no era necesario, que al menos una vez a la semana, sobre todo durante la temporada turística, aparecía la misteriosa mochilera para advertir a los conductores que no corrieran demasiado. Resultaba mucho más efectiva que el disco de limitación de velocidad
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